Cuadernos Quintanareños VIII: Sobre Agustín de Villajos

Por Pedro Navascués Palacio

Agustín Ortiz de Villajos no era de Madrid, ciertamente, pero sí uno de los arquitectos más activos y significativos que trabajaron en la ciudad durante aquella centuria, contribuyendo con su obra a crear una imagen que se identificaba con la capital, bien a través de su arquitectura religiosa, de los edificios de recreo, de los numerosos palacetes particulares y de las muchas viviendas que proyectó y construyó.

Esto fue tan cierto como que otros arquitectos coetáneos hablaban entre sí del «estilo Villajos», por el singular modo de expresar estilísticamente el carácter de sus edificios, obras que nacieron del sosiego interno y dominio de sí mismo, con total autonomía, originalidad e independencia.

Resulta muy significativo cómo se refiere a Ortiz de Villajos don Ángel Fernández de los Ríos, en nada sospechoso de conservadurismo, quien al describir los nuevos barrios de la ciudad en su Guía de Madrid (1876), se refiere a los pequeños hoteles particulares «caprichosamente trazados por el arquitecto Villajos, que han embellecido mucho el aspecto de la Castellana», paseo madrileño en el que tantas fortunas y arquitectos se retrataron en aquella suerte de escaparate de la arquitectura pudiente del siglo XIX.

Sin embargo, no todo fue sencillo, pues los años de vida de Ortiz de Villajos coincidieron con el difícil devenir de nuestra historia del siglo XIX, ya que nacido en el reinado de Fernando VII, se formó como arquitecto en los años de Isabel II, cuando obtuvo el título en 1863, el año en que firmó el proyecto de la iglesia del Buen Suceso de patronazgo real en Madrid, su primera gran obra inaugurada en marzo de 1868, tan sólo unos meses antes de la Revolución de Septiembre que justamente derrocó la monarquía. Con este motivo, a los pocos días de estallar la Gloriosa, en momentos muy complicados social y políticamente, Agustín Ortiz de Villajos se debió dejar llevar por su amigo el constructor y promotor Ángel de las Pozas y Valle, así como por Gregorio de las Pozas, para formar una terna y presentarse por el distrito de los nuevos barrios de Pozas, Argüelles y Vallehermoso, a las elecciones de la nueva Junta Revolucionaria de Madrid que quedó constituida el día 5 de octubre de 1868 y de la que acabaría formando parte Gregorio de las Pozas. Ya no volveremos a conocer otro episodio de matiz ideológico en la biografía de nuestro arquitecto, al que debió costarle mucho aceptar aquel compromiso.

El hecho es que se iniciaba así el llamado Sexenio Revolucionario que terminó con el breve reinado de Amadeo de Saboya y la corta vida de la Primera República (1874). No fueron tiempos estos para grandes ni pequeños encargos, periodo muerto en su producción que se rehízo con nueva savia bajo la Restauración borbónica, la etapa de mayor actividad de nuestro arquitecto que alcanzó la crisis del 98, coincidiendo con sus problemas de salud. Fue aquel un tiempo de plenitud y de actividad frenética en la que, ayudado por su hermano Manuel, también arquitecto, acometió todo tipo de obras imaginables. Cabe recordar el primer reto verdaderamente notable y de eco internacional, que sin duda lo empujó de un modo decidido hacia adelante, esto es, el encargo del pabellón de España en la Exposición Universal de París de 1878, desde donde obtuvo un reconocimiento ciertamente considerable dentro y fuera de nuestro país. Era como si la arquitectura española se diera una vuelta por la capital del Sena, de la mano de un vecino de Quintanar de la Orden. Su fachada resultaba un ejercicio de libre y atrevido eclecticismo, manejado con soltura y haciendo convivir allí todo el repertorio decorativo posible de raíz hispano musulmana que, en palabras de José Emilio de Santos, comisario delegado por España para la Exposición de París, «lo difícil, lo escabroso, era el ajuste, enlace y combinación de las proporciones, e hízolo con tal desembarazo y maestría, que por ello ha aumentado de considerable manera la merecida fama que de antemano había adquirido por sus trabajos, de todos conocidos, con los cuales va esmaltando a Madrid». Algo de aquella mezcla, de aquella libertad compositiva me recuerda lo visto en el interior del desaparecido Teatro Cervantes de Quintanar de la Orden, que sospecho pudo ser del propio Agustín Ortiz de Villajos, si bien sólo lo he conocido por una antigua fotografía de la sala de butacas.

Al pabellón de París le siguieron otras obras igualmente notables y distintas, desde el antiguo Teatro de la Princesa, luego llamado de María Guerrero y, desde 1978, sede del Centro Nacional de Arte Dramático, hasta el nuevo edificio del Hospital de San Andrés de los Flamencos que habría de sustituir al que, hundido en 1848, había proyectado Juan Gómez de Mora en el siglo XVII. El nuevo edificio, de inconfundible sello Villajos, fue inaugurado por el Alfonso XII, y para su iglesia Villajos tuvo en cuenta el gran lienzo de Pedro Pablo Rubens de San Andrés que presidiría la cabecera. Con algunas modificaciones de cierta importancia, el edificio es hoy sede de la Fundación Carlos de Amberes. Con estas breves pinceladas solo quiero llamar la atención sobre las conexiones de la obra de Ortiz de Villajos en una lectura pausada de su obra, es decir, se percibe en muchos de sus proyectos el eco de una secreta voz que rebasa el propio espacio y tiempo del arquitecto. Su continuidad cabe seguirla en el texto de Alejandro Prensa, que no ha dejado de escudriñar toda la documentación posible, original en archivos varios, publicada en la bibliografía especializada y leída en la prensa coetánea.

Afortunadamente quedaron atrás los años en que se despreciaba sin más toda esta arquitectura, la de Villajos y la de todos los arquitectos del siglo XIX, como si en este tiempo nada hubiera de interés, como si la arquitectura fuera la hermana torpe de la familia del arte español, donde la literatura, la música, la pintura y la escultura dieron nombres de primera fila, sean los de Galdós y Emilia Pardo Bazán, Tomás Bretón y Pablo Sarasate, Federico de Madrazo y Carlos de Haes, Jerónimo Suñol y Ricardo Bellever, entre otros muchos nombres
notables.

Estudiar y escribir antaño sobre esta parcela de la historia de la arquitectura parecía tiempo perdido porque la arquitectura de aquella centuria se quería identificar con los altibajos de los vaivenes políticos. Por otra parte, el Movimiento Moderno desdeñaba todo lo que no se ajustaba a su descalificador patrón de medir. Todo lo anterior, especialmente lo «decimonónico», como se decía para subrayar su desprecio, nada valía, nada importaba y se podía demoler, como sucedió con obras muy singulares de Ortiz de Villajos. Todavía sonroja ver los restos entre arquitectónicos y escultóricos, que componían la portada y otros elementos de la iglesia del Buen Suceso en el barrio de Argüelles de Madrid, ahora dispersos y abandonados en el monte de El Pardo (Madrid), sin duda la imagen más hiriente del desprecio por este capítulo de la arquitectura española que, desde allí, parece mirarnos con un silencioso reproche tanto por lo perdido como por lo que vino a sustituirla. Galdós dejó larga noticia escrita en La Nación acerca del interés de este templo al que juzgaba como «muestra del estado floreciente de los estudios artísticos en España», ponderando la figura de Villajos quien, por cierto, proyectó la casa en la que vivió unos años Galdós, probablemente sin saberlo este, a corta distancia de la mencionada iglesia, en el antiguo paseo de Areneros, luego Alberto Aguilera, con vuelta a la calle de Gaztambide, otro de los protagonistas de nuestro siglo XIX.

Como nadie es profeta en su tierra, ¿qué decir del Teatro Garcilaso de la Vega en Quintanar, cuyos «restauradores» borraron del mapa una de lsa imágenes más auténticas concebidas por el arquitecto? La fachada del referido pabellón de España en París tenía, obligadamente, fecha de caducidad, pero no el Teatro-circo Price, teóricamente «trasladado», y así, sucesivamente, se va perdiendo la memoria de lo que fuimos. No andaba acertado el articulista que daba cuenta La Correspondencia de España de la inauguración de la iglesia del Buen Suceso, al decir que «seríamos injustos, si después de lo dicho, no rindiéramos un homenaje de admiración al joven y distinguido arquitecto, D. Agustín Ortiz de Villajos, que inspirado en nuestros antiguos monumentos, ha sabido dejar otro a la posteridad para que aprecie lo que vale las inteligencias que honrarán siempre al siglo XIX». Afortunadamente, contamos con el presente libro de Alejandro Prensa, como verdadero monumento escrito, que honrará para siempre la memoria de Agustín Ortiz de Villajos y la de Quintanar de la Orden.

Madrid, 14 de marzo de 2022

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